Siempre la responsabilidad recae en mayor grado sobre aquellos que están facultados a tomar las decisiones que crean la coyuntura.
Sebastián J. Cancio Abogado. Magister en Relaciones Internacionales.
Sebastián J. Cancio Abogado. Magister en Relaciones Internacionales.
Dicen los que saben que la de los últimos meses ha sido la peor crisis política vivida por la Argentina desde las caóticas jornadas de los años 2001/2002. Se habla de choque ideológico, de viejos rencores y de heridas del pasado que se reabren. Se susurran complots, operaciones gestadas por oscuros personajes sedientos de poder y venganzas implacables.
Cada rumor, como el viento de la estación, trae nuevos condimentos al caldo del conflicto, que empezó con el campo, pero que –según algunos indicios– amenaza con extenderse de manera vertical y lateral a todos los ámbitos y sectores de la sociedad.
La compleja situación reinante amerita el análisis de los hechos concretos que colocaron a los contendientes en el mismo brete. No caben dudas acerca de que la pelea entre el Gobierno nacional y el sector agrario está despedazando al país y a su imagen internacional. Pero, ¿cómo llegaron estos púgiles al ring y qué intereses representan en cada una de sus esquinas?
La suba de las retenciones fue el detonante, nadie lo discute. Lo que uno no puede dejar de preguntarse a estas alturas es si el Gobierno realmente sabía lo que hacía cuando tomaba esta decisión.
Después podrá discutirse si lo hacía para abultar su “caja” o por motivos de política social y redistribución del ingreso. Eso, a estas alturas, carece de importancia. Lo que sí es cierto y no puede objetarse, es que si el Gobierno pudiera regresar el tiempo atrás y tuviera la oportunidad de volver a tomar la decisión, sin dudas no la tomaría.
Juego peligroso. La teoría del juego, desarrollada a partir de la década del ‘40 para estudiar las conductas en situaciones estratégicas, tiene un modelo que le cabe a nuestro conflicto como “hecho a medida”. Se llama chicken game (juego de la gallina) y su nombre se inspira en el ícono de la filmografía anglosajona que significó la película Rebelde sin causa, protagonizada por James Dean.
En una escena de dicho filme, el protagonista y otro personaje con quien tenía una disputa deciden resolverla conduciendo sus automóviles hacia un precipicio: el que frenara antes (o sea, más lejos del precipicio y del peligro) sería un cobarde, un chicken. El personaje encarnado por Dean, díscolo y testarudo como pocos, no titubeó en arrojar su automóvil al desfiladero, salvando su vida por milagro, pero ganando la contienda a la vista de sus pares.
James Dean era un rebelde y estaba en una situación límite: no tenía nada que perder, más que su propia vida. Quien decidió enfrentarlo en aquel juego de la gallina, verdaderamente tomó una mala decisión.
Está claro que el sector agrario argentino, antes de la publicación de las medidas sobre las retenciones, no era un James Dean. Era sólo un actor más de la realidad nacional, con sus beneficios y sus carencias, como cualquier otro.
Rebelde con causa. Fue la falta de sutileza, la brusquedad y la mala costumbre de actuar sin consenso de la que hizo gala el Gobierno, la que creó un rebelde como el de la película.
El campo no era ni más ni menos opositor del Gobierno que otros muchos sectores de la economía antes del aumento de las retenciones. Fue la administración la única culpable de crearse un enemigo donde no había nada.
Y. para peor, tuvo la suficiente torpeza como para colocar a su enemigo en una situación tan comprometida que lo hizo capaz de resistir hasta el final.
De cualquier modo, “ya no había nada por perder”: si el aumento en las retenciones los privaba de rentabilidad, el paro no los privaría en mayor medida (y por lo menos les daría la posibilidad de ganar el enfrentamiento público).
Mientras los contendientes aceleraban hacia el precipicio para demostrarse –y demostrarnos– quién es el más fuerte, también se aceleraban el desabastecimiento y la inflación.
Aún hoy hay quienes pretenden culpar por esa situación al sector que tomó la medida de fuerza. Ante un primer vistazo, la idea no es descabellada. Sin embargo, una mirada más profunda debe mostrarnos que siempre la responsabilidad recae en mayor grado sobre aquellos que están facultados para tomar las decisiones que crean la coyuntura.
Nunca es sabia la decisión que coloca a alguien en una situación en que no tiene nada por perder. No es prudente generarse enemigos de este tipo, por más débiles que en un comienzo se muestren. El que tiene algo que perder nunca será tan peligroso como el que no. ¿Por qué hacerlo entonces? ¿Por ideología? ¿Para implementar una política social? ¿Por convicciones inexplicables?
Parece que el error político es la única respuesta. Reconocerlo no es propio de personas débiles ni carentes de autoridad. Muy por el contrario, es un atributo de grandeza y ecuanimidad; características que son necesarias para gobernar un país con legitimidad.
© La Voz del Interior
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