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martes, 1 de junio de 2010

A 20 años del divorcio, la 1ra. pareja que pudo volver a casarse cuenta su historia


¿Qué hacían, todos juntos, en junio de 1987, personajes como Fernando de la Rúa, Eduardo Menem, Herminio Iglesias, Diego Guelar, Adolfo Rodríguez Saá y José Luis Manzano, entre muchos otros? Legisladores en esa época,

todos ellos discutían la esperada Ley de Divorcio, que hoy cumple veinte años. Guelar quería divorciarse para casarse con la modelo Diana Custodio, Manzano dijo que con el entonces proyecto de ley se les daría “una oportunidad a

aquellos que quieran volver a apostar al amor”, De la Rúa creía que para poder separarse una pareja debían pasar cinco años (y no tres como en la actualidad), Rodríguez Saá e Iglesias votaron en contra.

Después de seguir su curso en el Congreso, la Ley 23.515 se votó en la Cámara baja el 3 de junio de 1987 con la aprobación de 170 de los 254 diputados presentes.

El estudio El divorcio en la opinión pública de la empresa Mora y Araujo revelaba en 1984 que la sociedad quería un cambio: el 62% de los argentinos consideraba que el divorcio vincular debía ser legalizado y solamente el 31%

creía que no. Un informe de la UNESCO, publicado por los medios de ese momento, también afirmaba que tres de cada diez parejas estaban “separadas o a punto de hacerlo”.

Pero el peso de la Iglesia Católica hizo que el debate se postergara y que el país, en 1987, fuera uno de los pocos del mundo (junto con Andorra, Irlanda, Malta, Paraguay y San Marino), donde no era legal separarse y volver a casarse.

“En Argentina había divorcio, pero el sistema no te permitía segundas nupcias, era muy disparatado: alguien divorciado estaba condenado a la soledad, a la castidad y a la no paternidad”, relata el ex juez

Juan Bautista Sejean, quien logró lo imposible: después de una batalla judicial consiguió, en 1986, que la Corte Suprema declarara inconstitucional la ley de matrimonio. “A pesar del divorcio, subsistía el deber de fidelidad, si teníamos un hijo yo

podía ir a la cárcel”, explica la mujer de Sejean, Alicia Kuliba, la otra protagonista del caso que tomó gran repercusión mediática.

Los dos estaban separados de sus ex parejas y querían volver

a casarse. Hacia fines de 1986 Sejean consiguió el divorcio vincular y la pareja pudo volver a contraer matrimonio en marzo de 1987, meses antes de que por fin se sancionara la ley.

Dos por uno. Un miedo recurrente de esos años era que por la existencia de la ley los divorcios iban a aumentar de manera descomunal. Pero las cifras demuestran, en realidad, que hubo mucha gente que se divorció para

regularizar su situación y volver a casarse. En 1987 hubo alrededor de 13 mil divorcios en Capital Federal, pero ya en 1992 la cifra se había reducido a la mitad. En tanto, cifras del Registro Civil porteño del año

pasado revelan que cada dos casamientos hay un divorcio. En 2006 se casaron 6.343 parejas y 3.674 decidieron romper el vínculo. Estos números dan cuenta del cambio de los tiempos: de

acuerdo con el Censo 2001, el 21% de las parejas capitalinas convive sin papeles.

Durante estos veinte años también cambiaron algunas dinámicas. Lo que antes tardaba mucho ahora se puede resolver, incluso, a través de Internet. En el país ya existe “Divorciate Ya” una empresa,

similar a la original española, que ofrece a los interesados comenzar los trámites de una separación desde una página web. Algunos abogados consultados también dan cuenta de un “aggiornamiento” en la práctica del divorcio. Las

obligatorias dos audiencias previas a la separación muchas veces se convierten en una y las causales de divorcio tradicionales, como el adulterio o la injuria, fueron mutando y hasta hubo casos de gente que

se divorcio porque su pareja olía “raro”, porque fumaba marihuana o porque no se bañaba.

La Iglesia, siempre en contra

La primera reacción de la Iglesia Católica argentina ante la aparición de la Ley de Divorcio fue contundente: organizó una marcha en plena Plaza de Mayo con la imagen de la Virgen de Luján a la cabeza. Y el Episcopado emitió un comunicado que clamaba que “el mal no se había podido evitar” se difundiera lo menos posible. El divorcio, según el Papa, era una “epidemia social en Occidente”. Ya durante el debate previo, había cobrado cierta fama el entonces obispo de Mercedes, Emilio Ogñenovich, quien dijo que ese 3 de junio de 1987 había muerto “el matrimonio indisoluble” y rogó a Dios que el país fuera liberado “del flagelo del divorcio”. “A mí me habían puesto ‘El abogado del diablo’ en una revista de aquellos años”, cuenta Juan Bautista Sejean, el primer hombre en el país que pudo casarse después de haberse divorciado. “Había toda una campaña que señalaba que yo estaba destruyendo la familia, y todo lo contrario: esto facilitó el casamiento de casi dos millones de personas que estaban viviendo de manera irregular”, recuerda y agrega: “No faltaban los modos discriminatorios en esa época para referirse a los que se habían separado y vuelto a hacer su vida: la gente de una clase social acomodada ‘vivía en pareja’ y los más pobres ‘vivían en concubinato’.”

Tiempos difíciles

Juan Bautista y Alicia tuvieron a su hija Natalia en 1983 pero no fue fácil:debieron anotar a la beba los dos juntos y siempre algún trámite se complicaba. Por ejemplo, él no podía ir con su mujer al club, porque no estaba permitido, ya que no estaban casados. Hoy, veinte años después los Sejean siguen juntos y aseguran que renuevan “el contrato todos los días”. Cuando lograron casarse fueron los personajes más buscados por los medios: desde revistas españolas hasta la prestigiosa Time de Estados Unidos, todos querían una foto de los recién divorciados y vueltos a casar. El caso Sejean fue fundamental para el cambio en la legislación argentina y es estudiado en varias materias de la Facultad de Derecho. “Me dicen que soy la jurisprudencia andante”, se ríe el ex juez que ahora se dedica a escribir y a disfrutar de su familia.

Fuente: Perfil

sábado, 29 de mayo de 2010

Otra vez sopa: Recuerdos de la intolerancia de ayer y del odio de hoy

La Iglesia Católica Argentina sponsoreando la discriminación de los hijos de padres separados en 1986 (durante el debate por la ley de divorcio) y su correlato con el fomento de la homofobia y la discriminación en la Argentina de 2010

sábado, 24 de abril de 2010

La encrucijada de Ratzinger ante los escándalos sexuales

El escándalo puso al descubierto fallas institucionales que permitían esas conductas. Pablo Ariel Cabás.

En sus orígenes judeocristianos, la palabra skandalon designaba la situación por la cual un pueblo se apartaba de Dios. A partir de los siglos XVI y XVII, la palabra empezó a referirse a la conducta de una persona religiosa que provocaba el descrédito de la religión y que, por lo tanto, era un obstáculo para esa fe.

En nuestros días, los escándalos se asocian a las acciones que ofenden los sentimientos morales de las sociedades y, por ello, son relativos a las normas y a las costumbres de cada país.

Si bien la importancia y el valor que se da a las normas morales varían de un lugar a otro, la pedofilia es uno de esos pocos delitos que generan un rechazo unánime e implican una sanción penal en la mayoría de las sociedades del mundo.

Las tres formas. Ante las primeras denuncias públicas por los abusos sexuales, la Iglesia Católica respondió con la teoría de la "manzana podrida", según la cual las conductas desviadas de sus miembros constituyen sólo pecados individuales. Por consiguiente, se intenta remover a esas manzanas en descomposición para evitar una putrefacción generalizada del cajón.

En una segunda instancia, la Iglesia Católica se disculpó en el medido tono y la discreción pontificia, que resultó insuficiente e insípida para las víctimas. Una condición para que las disculpas sean aceptadas es que las víctimas se sientan emocionalmente resarcidas por el remordimiento del infractor.

En los últimos días, cuando las acusaciones de encubrimiento llegaron hasta Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI, hubo un nuevo cambio discursivo. Del modesto reconocimiento se pasó a la famosa teoría del complot. La estrategia de denunciar una conspiración, no por vieja y conocida, deja de ser efectiva. Suele ser creíble para quienes tengan confianza en la institución, pero difícilmente persuada a aquellos que no crean en argumentos de imposible comprobación.

En la doctrina católica, el arrepentimiento verdadero implica cambiar para no volver a cometer el mismo pecado. En los escándalos ocurre lo mismo, ya que éstos deben ser capaces de provocar cambios institucionales y, de esta manera, dejar constancia del aprendizaje institucional. Los grupos humanos, al igual que los individuos, tienen la capacidad de aprender de sus errores y de encontrar mecanismos que eviten repetirlos. Cuando esto ocurre, es porque el escándalo ha permitido un proceso de restauración moral de la norma. Luego, es más difícil que vuelva a cometerse el mismo delito, ya que la institución es otra y las conductas aceptadas también.

Ninguna de las tres formas de responder al escándalo ha resultado hasta el momento decorosa. El Vaticano ha reconocido públicamente que su "credibilidad moral se ha debilitado".

Valores y escándalos. A esta altura de los hechos, las pruebas publicadas sobre los encubrimientos al máximo nivel se han convertido en infracciones morales más graves que los abusos sexuales. El escándalo puso al descubierto fallas institucionales que permitían esas conductas. Esas infracciones suelen ser incluso más castigadas por la opinión pública que aquéllas que les dieron origen.

La credibilidad y el poder simbólico obtenido a partir de la defensa de determinados valores morales en la esfera pública resultan muy costosos cuando son, justamente, esos valores los que se transgreden.

Cuando la Iglesia Católica convirtió a la sexualidad en su principal cruzada posmoderna, la lupa de la sociedad también se posó sobre las conductas sexuales de sus miembros. Es decir, de aquellos que se abrogan la autoridad para definir las normas morales y sus sanciones.

Los escándalos no son más que la fiebre, el síntoma de la enfermedad. El escándalo revela, descubierto, lo que quería ser ocultado. Lo hace público, lo convierte en objeto de debate e interpela al acusado.

En las sociedades actuales, los escándalos se han convertido en un mecanismo informal de la democracia, por el cual la ciudadanía marca un límite moral a aquellos que tienen el poder de mandar, sean civiles o religiosos. Son un mecanismo de control social.

Sólo una infracción tan repudiable como la pedofilia y una institución tan tempranamente mundial como la Iglesia Católica pudieron generar el primer escándalo global del siglo 21.

Superar esta crisis requerirá no sólo que se asuma la distancia que separa los valores de la sociedad de aquéllos que conserva la institución, sino también generar los cambios institucionales que materialicen ese aprendizaje. Y dar ese debate de cara a la sociedad.

*Politólogo, docente de la UCC y de UES 21, becario del Conicet

Fuente: La Voz

miércoles, 31 de marzo de 2010

Ratzinger y los escándalos de pederastía

En sus orígenes judeocristianos, la palabra skandalon, designaba la situación por la cual un pueblo se apartaba de Dios. Ya en el Antiguo Testamento el escándalo era la conducta inmoral de un pueblo en su relación con la divinidad. La perdida de fe constituía el obstáculo que se presentaba en el camino a Dios. A partir del siglo XVI y XVII la palabra empezó a referirse a la conducta de una persona religiosa que provocase el descrédito de la religión y que por lo tanto fuera un obstáculo para esa fe. En nuestros días, el escándalo se asocia a las acciones que ofenden los sentimientos morales de las sociedades, por ello los escándalos son relativos a las normas y a las costumbres de cada país.

Si bien la importancia y el valor que se le da a las normas varían de un lugar a otro, la pedofilia es uno de esos pocos delitos que generan rechazo a nivel mundial. Este crimen es sancionado en la mayoría de las sociedades del mundo y nadie se atrevería a decir algo en contrario. Este es, ni más ni menos, la infracción que por estos días se puso al descubierto por los múltiples escándalos que afronta la Iglesia Católica en los principales países de Occidente.

TRES FORMAS DE ASUMIR LOS ESCÁNDALOS

Ante las primeras denuncias publicadas en los medios masivos de comunicación, la Iglesia Católica ha respondido en un primer momento con la teoría de la manzana podrida. Las conductas desviadas de sus miembros constituyen pecados individuales de personas enfermas. Solo se trata de remover a esas manzanas en descomposición para evitar una putrefacción generalizada del cajón.

Según estudios realizados en el 2004, en los Estados Unidos, se reveló que 4.392 sacerdotes y diáconos fueron denunciados por más de 10.667 menores durante los últimos 50 años. Al mismo tiempo, la Iglesia Católica debió pagar más de $500 millones de dólares en costas legales y compensación a las víctimas. En el 2007, la Iglesia Católica ya había gastado más de $ 2 billones de dólares, a razón de 1.3 millones de dólares por cada niño víctima de abuso sexual.

En una segunda instancia, la Iglesia Católica se disculpó. En el medido tono y disimulo de las medias verdades o de las verdades a regañadientes. Muchas voces, y muchas de ellas alemanas, se alzaron nuevamente para acusarla de insuficiente y de insípida. Una condición para que las disculpas sean aceptadas es que el remordimiento resulte creíble y verosímil. Por ello es necesario que las victimas se sientan emocionalmente resarcidas. Algo muy difícil de lograr, dado el impacto que estos abusos sexuales genera en estos niños, en sus familias y en sus futuros personales. Hay adultos de más de 60 años que han denunciado abusos sexuales sufridos durante su infancia.

Finamente, cuando en los últimos días las acusaciones de encubrimiento llegaron hasta el mismísimo Ratzinger, hubo nuevamente un cambio discursivo. Del modesto reconocimiento se pasó a la famosa teoría del complot.

La estrategia de denunciar una conspiración, no por vieja y conocida, deja de ser efectiva. Suele ser útil para conservar a aquellos que todavía tengan confianza en la institución, pero difícilmente haga cambiar de posición a aquellos que no confíen en estos argumentos incontrastables.

Un verdadero arrepentimiento, como bien señala la doctrina católica, implica también el compromiso de cambio, para evitar, en la medida de lo posible, volver a pecar. En los escándalos ocurre lo mismo. Los escándalos deben ser capaces de provocar cambios institucionales, y de esta manera, dejar constancia del aprendizaje institucional. Los grupos humanos, al igual que los individuos, tienen una capacidad de aprender de sus errores y de encontrar mecanismos para evitar que los mismos se presenten nuevamente. Cuando esto ocurre, ya que no siempre pasa, es porque el escándalo ha permitido un proceso de restauración moral de la norma. Aquellos que defendía el valor vulnerado, es decir, el respeto absoluto de la integridad de los niños, ganaron sobre aquellos que pretendían relajar el cumplimiento de la misma. Una vez que se produjo un aprendizaje es más difícil que vuelva a cometerse el mismo delito, ya que la institución es otra y las conductas aceptadas de sus individuos también.

Ninguna de las tres formas de responder al escándalo ha resultado hasta el momento decorosa para la Iglesia Católica. El mismo Vaticano ha reconocido públicamente que su "credibilidad moral se ha debilitado".

VALORES Y ESCÁNDALOS

A esta altura de los hechos, y ante las pruebas publicadas sobre los encubrimientos al máximo nivel, se han convertido éstos en una infracción moral mayor que los abusos sexuales cometidos por los sacerdotes pedófilos. El escándalo pone al descubierto fallas institucionales que permiten esas conductas. Las infracciones de segundo orden suelen ser incluso más castigadas que las infracciones que dieron origen al escándalo.

Por otro lado, al igual que en la política, la credibilidad y el poder obtenido a partir de la defensa pública de determinados valores resulta muy costoso cuando son justamente esos valores los que se transgreden.

Cuando un político levanta las banderas de la transparencia o se presenta como un gran demócrata, sufre el descrédito público y la sanción social cuando su conducta se descubre corrupta o déspota. Incluso la sanción es más fuerte cuando aquel que viola la norma había sido su más conspicuo representante y había hecho de este valor su principal capital político.

Hace algunas décadas, y en forma creciente, la relevancia otorgada a la sexualidad en el discurso de la Iglesia Católica se fue alejando de las pautas sociales de convivencia de Occidente. En algunos casos entrando en confrontación con otros sistemas de creencias y de valores imperantes en la sociedad, como la defensa de los derechos humanos.

Los escándalos no son más que la fiebre en un organismo enfermo. Son el síntoma. El escándalo revela. Descubre aquello que quería ser ocultado. Oculto porque prohibido. El escándalo lo hace público, lo convierte en objeto de debate. E interpela abiertamente al sospechado y/ o acusado.

La infracción que genera el escándalo nunca opera en el vacío. Lo hace sobre la imagen, el honor y la reputación de una Institución o de un individuo. Cuando la Iglesia Católica convirtió a la sexualidad en su principal cruzada posmoderna, la lupa de la sociedad también se posó sobre las conductas sexuales de los miembros de la Iglesia Católica. Es decir, de aquellos que se abrogan la autoridad moral como para definir culpables e impartir sanciones.

Los escándalos se han convertido, en las sociedades actuales, en un mecanismo informal de la democracia por el cual la ciudadanía marca un límite moral claro a aquellos que tienen el poder de mandar, sean estos civiles o religiosos. Por ello los escándalos son un mecanismo de control social.

Solamente una infracción tan repudiable como la pedofilia y una institución tan tempranamente mundial como la Iglesia Católica, pudieron generar el primer escándalo global del siglo XXI.

Superar la esquirlas de esta crisis, requerirá que la Iglesia Católica no solo asuma la distancia que separa los valores de la sociedad de aquellos que conserva la institución, sino también de generar los cambios institucionales que materialicen ese aprendizaje. Y dar ese debate de cara a la sociedad.

Pablo Ariel Cabás