Por Horacio Honzalez*
Me demoro un momento en un artículo reciente de Noticias, repleto de mala fe y forjado con el modelo de los afiches del far west: “buscados”. Se trata en él de lo que denominan las “usinas intelectuales del Gobierno”. Además de estar concebido como una orden de captura, su molde es la clásica retórica del periodismo amarillo: la suficiencia de un saber (“cómo funciona”); la presuposición de una confabulación (“la usina”) y el anuncio perdonavidas de un concepto prejuicioso y potencialmente persecutorio (“ideológica” del Gobierno). No nos sorprende esta conocida fusión entre periodismo y cacería. Pero como verdaderas herencias del amarillismo de derecha, mantiene pretensiones culturales. Es necesario entonces hacer otras consideraciones.
La pregunta sobre cómo se financia la “usina” pertenece al campo del amarillismo semiológico: algo se haría en sigilo, a nuestras espaldas, y necesitamos saberlo. Dicho en otras palabras, este periodismo del bajo folletín es también una degradación de la investigación periodística, convertida en una transposición de lo que se llamó así en el pasado inmediato. No desentrañar secretos y olvidos que afectan a una verdad, sino enmarañar la verdad para que se olviden los efectivos poderes que están en juego. La vieja expresión, amarillismo, forjada hace casi más de un siglo, presupone trabajar con el color más intenso para despertar las sospechas oscuras del folletín.
El sentido general de esta nota obtusa remite al esquema de fondo de la Editorial Perfil: las acciones sociales son investigables, por principio, en nombre de presuponerlas fundadas en una estructura general de corrupción. Quien las investiga es un neocruzado que hereda el amarillismo de la prensa puritana de finales del siglo XIX, en el que se piensa que el mundo sólo puede ser redimido por la homilía periodística. Todo ésto como recomposición del capitalismo ascético.
Las excepciones de Walsh en la Argentina y Raymond Chandler o Dashiell Hammett en Estados Unidos –donde la investigación la realiza un hombre débil, juguete de los acontecimientos y que termina pagando el precio de su osadía– no pueden ocultarnos que el poder periodístico más injusto y negligente es el que mantiene ahora el arquetipo de la revelación del escándalo.
¿Qué es el escándalo? La palabra proviene del griego skándalon, trampa u obstáculo para que alguien caiga. No deja de tener hoy esa acepción, pero bien entendido, es un reagrupamiento de sentido sobre los hechos presuponiendo su esencia en un insondable aquelarre. Hay que procurar los medios para que destilen lo que “encerraban”, para que suelten su enigma y se perciba la vergüenza de su lenguaje recóndito. Dejar a la vista el escándalo, o ver lo real en tanto escándalo, implica denunciar un lenguaje que no se acomoda a las lenguas habladas por el poder comunicacional más trivializado. He aquí Perfil y sus contratos de lectura, como diría Verón.
Por eso, para este tipo de amarillismo calificado, “escándalo” significa no tanto caer en la trampa, sino que todo hecho es una trampa y debe ser revelado como tal, si es posible, poniendo afiches en las calles contra los réprobos. Y es lo ocurre en los kioscos con la tapa de Noticias. Esa revelación es súbita, pública y supone un juicio sumarísimo por la prensa. La revista Noticias y el diario PERFIL son herederos de esta noción del escándalo, pero su aparente novedad es que también la aplican a la vida intelectual. La potencialidad escandalosa de la noción de lo “intelectual” –reconocidamente dificultosa: su mención siempre fue problemática– debe ser también revelada. De ahí las imprescindibles preguntas como “quiénes son y cómo se financian”, por un lado, y la atención que se presta a las vicisitudes que presenta el lado querellante del oficio intelectual, valorando los lenguajes que de allí provienen sin el habitual recurso a la “divulgación”. Esta es una paradoja interesante en el caso de Perfil, pues sostiene un interés en los estilos intelectuales y en ciertas aspiraciones de la crítica que no es propio de los sectores centrales de la prensa, que a su vez heredan la tradición de “darle al lector urbano, contemporáneo y de masas, lo que pertenece a su nivel de comprensión”. Este último –la estandarización– es el ejemplo de Clarín que no suele admitir niveles propios de la lengua intelectual. Este diario hace ingentes esfuerzos como instancia unificadora de lenguajes, para homogeneizar la escritura como acto de dominio pedagógico.
No es el caso de Perfil, que admite la hipótesis de la convivencia de una lengua específica con una lengua general –es decir, un periodismo que acepta planos heterogéneos– pero que suele reservarse el juicio final del escándalo (“cómo se financian”) cuando es necesario destruir un lenguaje elaborado con exigencias singulares con los afectos del lenguaje general de la sospecha. Sin vueltas, se trata del infundio como forma expositiva, la deformación de los actos como intencionada ruptura con la fidelidad narrativa y el arreglo de los hechos a una hipótesis moralizante, último refugio mendaz de esta técnica distorsiva.
En cuanto al artículo de tapa al que nos referimos, titulado “Cómo funciona la usina ideológica del Gobierno”, no importa que se desmienta la propia pregunta en el contenido de la propia nota: precisamente esa distancia entre la titulación (las encubiertas operaciones retóricas sobre el texto) y el texto mismo es un derecho que prácticamente todo el periodismo de masas se ha autorizado como parte de su ética basada en el jurisprudencia del escándalo. Esa distancia es el triunfo del periodismo moderno de masas, ante el fracaso de dirigirse realmente al lector ciudadano en el que había pensado el siglo XIX, que por respeto no era juzgado merecedor de tales distancias irracionales entre el cuerpo del texto y su presentación. Perfil ha abusado de esa distancia y la ha ampliado irracionalmente. Cuerpo y cerebro no se pertenecen: he allí su verdadero escándalo.
Sin embargo, todas sus notas se basan en fórmulas de la pesquisa decimonónica. Los detectives fueron inventados por una noble literatura de folletín de alto nivel, lo que fue denominado por Balzac la “comedia humana”. En el caso de Perfil, gira todo este material de “investigación crítica” de las “usinas” –viejo nombre que las derechas serviles le dan a la cultura y hacia todo lo que los afecta– hacia el amarillismo intelectual y remata con la noción central del grupo editorial: Caras. Hay caras. En efecto, su sinopsis de ideas periodísticas se resuelve en la revista Caras, que juega con la desconexión total de los hechos de la historia en virtud de la presentación del rostro (entendido como ideología resumida de la existencia) como una forma del escándalo. Tener un rostro es un escándalo. Hay que investigarlo.
Y así, rostros al borde de piscinas, fotografiados en sus casas para mostrar las vidas aprobadas, vidas hedónicas que son un signo de oscuro consuelo –antiquísima técnica de los poderes monárquicos, feudalismos que el gran periodismo verdaderamente crítico supo desnudar y superar– conviven con los rostros de los investigados, de los que cada domingo van a ser enviados al cadalso por Noticias y salvados en el purgatorio de Caras. Estos dos hemisferios complementarios posee la ideología de Fontevecchia. Todo cuanto trata presupone la condena o la salvación de un rostro. Ha descubierto algo fundamental, manejado turbiamente: las caras (o las noticias manejadas como rostros) son nuestro paso por el mundo. Verlos en un trono (“cómo vive tal o cual”) o afichar la ciudad con las fisonomías réprobas (“quién los financia”) es un grosero pensamiento. Amarillento, pegajoso, craso.
PERFIL tiene una columna que queremos comentar, la de Eliseo Verón, respetado profesor de una vastísima trayectoria, del cual recordamos sus comienzos en Cuestiones de Filosofía (una gran revista de comienzos de los sesenta, de la cual salieron sólo tres números), sus lecturas de Merleau-Ponty, luego cambiadas por las de Lévi-Strauss y luego una imaginativa semiología, una pletórica teoría del discurso, que sin embargo, poco a poco lo fue llevando hacia fuertes compromisos empresarios que no le quitaron su calidad intelectual sino –al menos para mí– su capacidad de interpelar a su tiempo y a los núcleos problemáticos más vívidos de la época. No decimos más, pues si decimos que cada mención de un nombre en los dominios de Fontevecchia es una denuncia que va hacia las mazmorras metafóricas o hacia la salvación hagiográfica, no incurriremos en el mismo estilo. Y recomiendo que siempre lo hagamos para elevar el nivel de relaciones críticas entre todos, se trate de quien se trate.
Verón, junto a Silvia Sigal, había escrito hace muchos años un libro muy importante, Perón o muerte, fundamentos discursivos del fenómeno peronista, en el que analizaba una lucha dantesca –no una comedia humana sino una divina comedia– entre Perón y los Montoneros, a través de la configuración enunciativa como retórica general de la existencia política. Magnífico y arbitrario, el libro deshistorizaba la lucha pero por otro lado, la politizaba en extremo, pues sostenía que la hipótesis de partida, un peronismo compartido entre distintas interpretaciones del mundo, sólo podía ser un malentendido que después resultó en una guerra. Consecuencia inevitable de una gran conflagración hermenéutica, basada en apropiaciones y desvíos de grandes narraciones que finalmente establecerían la fusión entre lenguaje y muerte.
El libro hoy podría ser escrito de otra forma, pues ideas como el malentendido y la figura del lenguaje como sujeto de las prácticas tienen valor duradero, y es obvio, están en toda la filosofía antigua y contemporánea. No inventó nada nuevo Verón pero lo expuso convincente y polémicamente, a la luz de los años alfonsinistas, que venían a reproponer la relación entre discurso y ciudadanía, expurgando malentendidos y dándole transparencia a la relación entre lenguaje y poder, esto es, creando ciudadanos y no figuras de guerra. ¿Fue así o no pudo ser así porque estas atractivas teorías del significado del lenguaje no pueden sin más resolverse en una pobre teoría política liberal?
Quizás no resumo bien un libro complejo, pero quiero ir a lo que ahora me preocupa. El artículo, o “columna” –según la denominación habitual– de Verón en PERFIL. Sale el mismo domingo en que la revista Noticias nos fulmina contra el paredón de los kioscos porteños. Su título es “Hagamos política”, y apelando a una asociación que llama inconsciente, cita al filósofo Jacques Rancière para afirmar una curiosa tesis que sin dudas está en Rancière, pero tratada por Verón a pedir de boca de ese número de PERFIL. Se trata, lo más finamente que se pueda decirlo, de llamar a votar contra el Gobierno (que hace, como todos, un tipo de política que Rancière ha llamado, recuerda Verón, de “policía”), pero no de un modo en lo que harán muchos ciudadanos, que como se sabe serán muchos, sino diría, –perdón por la redundancia– de una manera destituyente. Como esta palabra tiene sabor filológico, y ahora es de uso habitual, no veo mal recordarla.
Verón nos dice que en nombre de un festejo de la contingencia política, verdadera forma de irrupción en la disparidad social, habría que producir la cesura de la relación entre competentes e incompetentes. Se lo haría mediante una pregunta que llama provocativa y escandalosa: “¿Y si la democracia fuera el poder de cualquier persona, la afirmación de la contingencia de toda dominación?”. Por lo que una regla de azar, tirar los dados para ver quién ocuparía el máximo poder (dice estar pensando en la próxima elección legislativa), resolvería el hiato entre la política y la disparidad social que origina toda administración. Llama entonces a hacer uso de ese golpe de dados mallarmeano, diciendo sin duda respetar el republicanismo, pero se trata ahora de impedir que los “incompetentes” sigan gobernando.
La piel del artículo de Verón es interesante, su glosa de Rancière es aceptable, su argumento resulta atractivo y nos ilusiona con un trato complejo con la materia que invoca. Como siempre. Pero ahora –también habla de escándalo de este pensamiento, en el sentido de que se halla en un lugar que no tiene lugar: aceptamos– lleva el argumento hacia una convocatoria que no hubiera deslucido hace algunos meses en el Monumento a los Españoles –aunque Rancière, estimable filósofo, es francés– y la resuelve en un contingencialismo absolutista que termina volcando una interesante filosofía en una vulgar maniobra semiológica. Ante las elecciones, nos estaría sugiriendo que del conjunto de cuarenta millones de habitantes, y que no sufra el republicanismo, elijamos a uno al azar. La prosa es fina, la intención es grosera. ¡Quizás sale él! ¡Que lo nombre de ministro a Fontevecchia! ¿O habrá que aplicar también el azar para los ministros, si es que hay ministros?
Así como en Fundamentos del fenómeno peronista se lo ponía a Perón entre la opción del lenguaje autotransparente o la muerte –el análisis era sin duda interesante– ahora a Kirchner se lo pone –muchos años después, mucho más rápido, sin tanto artificio y apenas como un rápido comentario al autor de El desacuerdo– como un falso experto, un impostor que dijo estar capacitado, con lo cual “los fundamentos del fenómeno kirchnerista” vienen a coincidir con lo que Perfil viene diciendo hace rato. Ya se sabe. Hay que sacarlos rápido, no entienden la relación entre expertos y azar, disfrazan de gobernabilidad la urgencia (¿cómo, a Verón no le gustaba el azar, una forma del decisionismo y la urgencia?). Nada nuevo: ¡Fontevecchia y Rancière, un solo corazón! El sakándalon se ha consumado. Próxima entrevista de Caras: Rancière. Un hombre que nunca hubiera ido al Monumento anteriormente referido.
No estoy enojado sino un poco resignado, aunque la vida y la historia deberán refutar estas tosquedades, aún revestidas de una capa de finura intelectual. Escribo esta nota tan sólo para los amigos y para que circule –quizás con la benevolencia de éstos, por los medios habituales de reproducción en cadena–. Ya Ricardo Forster puso en su lugar a los mequetrefes. Sólo tengo para agregar que la miserable nota manoseadora no sólo tiene el error de inducir a una idea de lo intelectual que debería resolverse, según ellos, en ideas “no deshonradas” por cargos (en vez de suponer que ciertos cargos pueden cargarse, valga la redundancia, de fuerza intelectual), no sólo apila situaciones falsas armadas con prejuicios persecutorios, sino que infama a una figura como David Viñas, quien no participa de Carta Abierta aunque nos enriquece continuamente con su diálogo y su amistad. La verdad, sus noticias no tienen cara, no son buenos ni de perfil.
*Sociólogo y director de la Biblioteca Nacional.
Fuente: Perfil
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