Por Leonardo M. D`Espósito
¿Somos dueños o no de nuestras propias ideas? ¿Son nuestras ideas realmente nuestras? La pregunta se dispara a partir del comentario de Hebe de Bonafini “vean Canal 7, escuchen Radio Nacional”. Más allá de lo que implique en el contexto en el que vivimos, Bonafini, al decir eso, recurría a un lugar común que quizás esconda algo de verdad, aunque tiendo a creer –quiero creer– que no: que los medios contagian nuestras opiniones y –más– guían nuestras acciones. Que influyen en nosotros al punto de obligarnos a hacer (y pensar) lo que quizás no debemos (¿pero debemos pensar tal o cual cosa?).
Es cierto que en un diálogo uno de los interlocutores puede llegar a adoptar como cierta una afirmación del otro, que el razonamiento mutuo puede causar un cambio de opinión. En todo caso, llegar a un acuerdo es uno de los sentidos de la comunicación. No se trata de influencia o manipulación, sino de pedirle al otro que revise sus ideas a partir de ciertos parámetros. Pero para que este diálogo se dé y las ideas puedan sufrir el mecanismo evolutivo de la supervivencia de la más efectiva, es necesario que cada interlocutor pueda pensar en libertad. Nuestros cerebros son capaces de tal cosa de modo automático. Paralelamente, este tipo de diálogo es el que ha construido el triunfo de las grandes teorías que se entrecruzan en nuestra vida, desde la evolución hasta la física cuántica. Y volvemos a lo mismo: es importante que cada idea que testea otra, cada solución alternativa a un problema, surja del libre juego del pensamiento.
Ahora bien: desde que existen los medios masivos de comunicación (y el alfabetismo los hizo realmente masivos), desde que los espectáculos artísticos son para multitudes, el fantasma de que una idea puede penetrar en las mentes inocentes y causar estragos como un virus se ha hecho más y más fuerte. La censura cinematográfica también se ha basado en eso. Muy temprano tras el nacimiento del cine, los controladores de la moral se dieron cuenta de que las imágenes forjan memoria de un modo mucho más permanente que la palabra (y llegan al analfabeto, también). Entonces, a cortar y prohibir. En el censor aparece la idea de que alguien comprende más el mundo que el resto de la Humanidad y que sabe qué es bueno y qué no para ella. La Humanidad es, así, un monstruo deforme e indiferenciado cuyo cerebro múltiple es el mínimo común denominador de ideas parcas, algo absolutamente corruptible.
Pero resulta que nadie sale a violar vírgenes después de ver La fuente de la doncella, a nadie se le ocurre llamar al vecino para sacarle el hígado y comerlo con zanahorias y chianti tras ver El silencio de los inocentes, ni mucho menos ir a Palermo a decapitar un caballo y poner la cabeza en la cama de la suegra porque vio El Padrino. Sabemos qué es falso: desde que somos chicos comprendemos que el Lobo no se comió a Caperucita; lo que nos importa es saber si en ese cuento los personajes son buenos o malos. Extrapolando estos comportamientos, uno puede decir que nadie cree automáticamente lo que le dice TN o Canal 7. Nuestras cabezas funcionan de manera autónoma y cada uno tiene una visión particular del mundo. Una visión que puede coincidir mucho con la de otro, pero que sigue siendo individual y producto de elecciones voluntarias.
Volvamos al principio: ¿son nuestras nuestras ideas? Me sometí al experimento de ver 6, 7, 8 unos cuantos días y creo –dado que me considero un típico exponente de la raza humana– que no, dado que no sólo no me hice kirchnerista sino que la manipulación del discurso de esos dizque periodistas me resultaba tan evidente que me dio bronca ser tratado como un idiota a quien el conductismo de la repetición puede convencer de algo. Como soy una persona ecuánime –o intento serlo: recuérdese que “ecuánime” y “objetivo” no son lo mismo– me sometí a la misma dieta de programas políticos de TN. Misma cosa: ver a los duetos buscar el pelo en el huevo o a productores manipular los zócalos me permitían ver que una cosa es criticar al Gobierno en lo criticable y otra manipular los adjetivos para que cualquier cosa adversa que pase en el mundo sea culpa de los Kirchner. Pensé lo mismo: que me trataban de orate. La prueba se puede repetir en gráfica: tomen un El Argentino y lean en paralelo la edición de Clarín del mismo día. Mis ideas respecto de la Argentina y los medios seguían siendo mías y habían pasado la prueba de contrastarse con las representaciones de esos medios.
Charlando con mi viejo, noto que a él (que no es periodista, por lo tanto no vive en ese micromundo que a veces nos rodea y confunde a las ratas de redacciones) le pasa lo mismo. Siendo opositor a este gobierno, no deja de decir “che, lo de Teéne ya es asqueroso”; ve el fútbol del 7 porque don Miguel es hincha de Independiente, pero dice que cómo joden con la propaganda oficial. Y ésa es la clave: el “eso es asqueroso” y el “cómo joden” demuestran que en todos hay una impermeabilidad saludable y básica a la obscenidad del conductismo. Que si decidimos no prestar atención a tal o cual cosa, lo hacemos por alguna razón.
(De paso, deberíamos pensar en eso respecto del comportamiento de la gran mayoría de los argentinos durante la dictadura, porque creo que hay una mala apreciación de esos tiempos tanto por los detractores más publicitados de los asesinos como de quienes dicen que en el fondo con los milicos estábamos mejor).
Volviendo: Hebe de Bonafini decía que los periodistas de la red de medios públicos eran los únicos que decían la verdad y –peor– a los que había que ver. El problema es que, al decir eso, se colocó en el mismo lugar de un creativo publicitario que cree que a “la gente” se le puede crear una necesidad gracias a las armas modernas de la persuasión. Bonafini cree que si “la gente” no adhiere a sus ideas o a este gobierno es porque los medios le mienten o no le dejan ver la realidad. Cree, y dice, que nuestras ideas no son nuestras, que otro nos las impone. Básicamente ésa ha sido la razón de censuras y prohibiciones. Una buena idea –digamos, la idea de que el Estado no puede asesinar, de que la tortura es mala– puede testearse contra cualquiera si es realmente mejor que otras, sin necesidad de que las otras no se escuchen: siempre voy a sentir náusea al leer Cabildo o La Nueva Provincia. Si, digamos, la administración Kirchner hace las cosas bien, el público verá fácilmente la manipulación de los grandes medios como tal. Si no, usará esos datos para seguir indignándose. Pero la indignación no la causan los medios: el ciudadano decide indignarse. Cuando Bonafini dice que los medios no oficiales están al servicio del capital internacional, es una opinión y una hipérbole atendible (no necesariamente cierta del todo, claro). Pero cuando dice que por eso no hay que ver ni oír todo, sino ver y oír los medios del Estado (y creer su información) está diciendo que los medios modelan a los ciudadanos: en suma, que no piensan por sí mismos.
Una de las características del ser humano es su capacidad de razonar y, sobre todo, comunicar ese razonamiento o un saber a otro ser humano. Otra, más importante, es la voluntad. Quien no tenga tales capacidades no será –o será menos– humano. La peligrosidad de lo que dijo Hebe de Bonafini se basa en que niega la humanidad de quienes no piensan como ella y no tanto en quienes elige como enemigos (algunos de ellos, incluso, creen también en el silencio del adversario, como ella). Y, si no es humano, se lo puede matar. Las ideas no se matan, pero mueren cuando muere quien las piensa.
Fuente: Crítica
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