Cuando se discutió en la Casa Blanca sobre el tipo de perro que recibirían de regalo las hijas de Obama, alguien podía legítimamente preocuparse por el destino del perro que los Obama sin duda poseían en su casa de Hyde Park, donde habían vivido hasta poco antes. ¿O quizá no tenían perro?, aunque es raro que no lo tuvieran, porque todos tienen perro en ese barrio de Chicago. Las niñas Obama son las más jóvenes hijas presidenciales en la Casa Blanca, como lo fueron los hijos de Tony Blair en Downing St.; allí crecieron y, de vez en cuando, se emborracharon durante los años en que su padre fue primer ministro de Gran Bretaña. Cuando Sarkozy se casó con Carla Bruni, hasta el diario de izquierda Libération le hizo un reportaje a la nueva primera dama, creyendo, con infundado optimismo, que sería diferente del de los otros medios.
Se conoce la familia de los políticos porque ella forma parte de su capital. Sólo François Mitterrand mantuvo hasta su muerte un casi absoluto secreto sobre su intimidad, aunque de todos modos, en el tramo final, se hizo público lo que muchos periodistas sabían: la existencia de Mazarine, su hija extramatrimonial. Como sea, Mitterrand era un político a la vieja usanza.
La humanización de la política es ineluctable porque la política debe resolver cuestiones cada vez más complejas y, por lo tanto, más difíciles de explicar en cinco minutos. Sólo los grandes dirigentes tienen el talento de comunicar cuestiones enrevesadas con términos simples pero no elementales. También es ineluctable porque los ciudadanos, a quienes los políticos no creen capaces de entender problemas que a ellos mismos les ha costado bastante manejar, respiran en una atmósfera audiovisual de baja densidad de ideas.
Hay excepciones. Cristina Kirchner se enorgullece de sus frases bien construidas y de su oratoria densa. En su discurso inaugural como presidenta no llevó un plan de exposición; dejó admirado a un público que pasó por alto que llevar un plan de exposición escrito no es signo de falta de ideas ni de incapacidad para formularlas, sino costumbre respetada, en general, por los grandes oradores y los mejores conferencistas. De todos modos, hasta ahora, Cristina Kirchner se presentó como una política capaz de hablar bien y extensamente.
Su lado subjetivo, sin embargo, estaba ausente, salvo en dos dimensiones: la imagen visual, cuidada tan detalladamente como el discurso, y la repetición de que "a las mujeres todo nos cuesta mucho más", tema clásico del feminismo desde hace más de medio siglo y, por lo tanto, tan indiscutible como suelen serlo esas verdades que se imponen por repetición y por experiencia. Incluso, si en algún caso la experiencia contradice la repetición, es la repetición la que gana, ya que a Cristina Fernández no le costó más que a su marido llegar a la presidencia, sino bastante menos. El gesto patriarcal con el que su marido la eligió como sucesora se fortaleció por el respeto que la entonces mujer del presidente recibía por mérito propio.
Sin embargo, en estas semanas de campaña electoral, salieron a la luz rasgos de la vida privada de la Presidenta que no quiso ser menos que Francisco de Narváez (de quien se hablará enseguida). Un reportaje malo que transmitió Telefé obtuvo la mitad del rating de "Gran Cuñado", lo cual indica que se puede ganar rating con productos que no sean mucho mejores que aquellos que lo pierden.
Soledad Silveyra, toda vestida de negro como si asistiera a un entierro o a un estreno, dialogó con la Presidenta en el despacho de la Casa de Gobierno. Sería entrar en detalles secundarios referirse a unas cámaras que encontraban invariablemente el reflejo de los focos de iluminación en todos los vidrios por los que pasearan su objetivo. No tiene mucha importancia y, si resultaba raro que un gran canal de televisión cometiera esos errores, de todos modos lo más sorprendente fue el error mayor de entregar la entrevista de la presidenta de la república, que no es generosa con el tiempo ofrecido a la prensa, a alguien que no está preparado para sacarle provecho a la distinción.
Y esto no es culpa de Soledad Silveyra, ya que ella leía unos papeles que tenía por delante. Por lo tanto, si leía eso, bien podría haber leído cualquier otra pregunta más inteligente que se le hubiera puesto ante los ojos. Se dirá que la Presidenta aceptó ese reportaje con la condición de que se le hicieran preguntas irrelevantes, porque se trataba de un "retrato en la intimidad". Pero ¿quién dijo que la intimidad es irrelevante? Imposible creer que piense así alguien tan consciente de los "problemas de género" como la Presidenta.
Entonces, habría que haber reflexionado un poco sobre qué significa intimidad e inventar preguntas que fueran menos superficiales. Doy ejemplos sencillos de lo que se podría haber preguntado: ¿cuáles fueron sus ideas para educar a sus hijos y cómo la realidad y la experiencia la condujeron a mantenerlas o cambiarlas?, ¿según qué criterios eligió la escuela donde envió a su hija cuando la familia se trasladó a Buenos Aires?, ¿cuáles son los personajes, aparte de Perón y Eva Perón, que más le interesaron en su juventud?, ¿cuál fue el primer libro que leyó y quién se lo dio o cómo llegó a él?, ¿cuál fue la película que más la impresionó en la misma época? ¿por qué, como simples turistas, ella y su marido viajaron sólo a Estados Unidos antes de devenir pareja presidencial?, ¿a qué atribuye su preocupación por la ropa, el peinado y el maquillaje, que nunca oculta? ¿es cierto que está siempre a régimen? La lista es infinita y puede consultarse en el archivo de cualquier revista que reportee a famosos en la intimidad.
Si se trataba de un retrato íntimo, no era necesario que fuera un retrato ciego, cuya mayor indiscreción fue una pregunta que no se les hace a los Obama ni se le hizo al matrimonio Sarkozy. Textualmente: "Néstor y usted ¿se acarician?". El hecho de que dos mujeres se sienten al escritorio del despacho presidencial y una de ellas formule esta pregunta a la otra marca un despiste que podría haber sido reparado cuando el reportaje se editó. No nos enteramos de nada significativo sobre Cristina Kirchner (quizá la única verdad fue que mandó a los gritos a que se desconectara la computadora de su hija), pero fuimos espectadores de un traslado vertiginoso desde las once de la noche, hora en que se emitía el programa, a la media tarde de unmagazine femenino. Contra lo que pueda creerse, es necesario un gran periodista para sacar a la intimidad de su trivialidad sin convertirla en el imposible confesionario de una presidenta. La intimidad no es lo más fácil, sino lo más difícil.
Pero el hecho de que el publicitado reportaje no haya rozado la subjetividad prometida no oculta el hambre de intimidad que acompaña a todas las figuras públicas. Hay que reconocer a los Kirchner el mérito de que fueron siempre poco efusivos en la transmisión de sus relaciones privadas. Se piensan como una sociedad política y así se presentaron durante años. Trajeron alivio al diferenciarse de las efusiones de Carlos Menem, que echó a su esposa de Olivos haciendo que su edecán le pusiera las valijas en la vereda, prácticamente ante los ojos del periodismo, y luego convirtió a su hija en impensada y desconcertante primera dama.
Pero el hambre de intimidad es un rasgo de época. Francisco de Narváez se presenta en uno de sus avisos de la previa (dado que se emitieron antes de los de la campaña legalmente definida) como un hombre de familia, padre de cinco hijos y con otro en camino. Nada que interese para conocer más a este ex casi desconocido que, de la noche a la mañana, se ha convertido en famoso.
En ese mismo aviso, el cuello abierto de la camisa muestra el también famoso tatuaje, de muy buen diseño pop-oriental, del que si De Narváez quisiera prescindir lo hubiera hecho, ya que todo el mundo sabe que los tatuajes son borrables. Sin embargo, allí está el tatuaje, para demostrar dos cosas: en primer lugar, que a De Narváez le gusta y no está dispuesto a sacrificar esa decoración que lo aproxima a la cultura juvenil; en segundo lugar, y en una dimensión simbólica, que es un hombre que no oculta las huellas de su pasado; en el mismo registro, puesto que todo es parte del pasado, se refiere a un intento de suicidio con desparpajo y sin histeria: como si dijera "Yo estuve allí".
La intimidad de Francisco de Narváez, el menos común de los hombres, porque los multimillonarios son hombres excepcionales, busca parecerse a la de todos. Y en ese sentido, es funcional a una torsión populista de la política, que no tiene que ver con los contenidos ideológicos sino con la ilusión de pertenencia al mismo mundo cotidiano de sus eventuales votantes. En efecto, ser padre de seis hijos sólo sucede, según la demografía, a un grupo tradicional de familias acomodadas y a muchísimos de los pobres del conurbano bonaerense. La intimidad mostrada, de modo mucho más profesional que la que transmitió el reportaje a la Presidenta, es funcional a la política. Puro valor agregado.
De lo que se trata es de no ser confundido con las elites políticas en un país y en una época en que la idea misma de elite está en crisis. Vivimos el fin de la identificación política basada en ideas y proyectos, sustentados por partidos que tienen dirigentes elegidos por sus militantes y líneas internas separadas no sólo por la ambición personal, sino también por la competencia de ideas.
Hoy, por todos lados, se intenta el establecimiento de una comunidad afectiva imaginaria. Twitter lo es y políticos como Obama la han usado con astucia no por la razón demasiado simple de que, al ser jóvenes, comprenden sus reglas, sino porque, más que las sencillas reglas de Twitter, comprendieron ese valor de proximidad virtual.
Raro imaginar a Néstor Kirchner en Twitter, aunque nada es imposible, sobre todo porque con un empleado y una computadora podría estar allí. Pero lo cierto es que se ha humanizado de modo más tradicional, besando vecinas, viejas y niños.
Fuente: La Nación
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