sábado, 24 de abril de 2010

La encrucijada de Ratzinger ante los escándalos sexuales

El escándalo puso al descubierto fallas institucionales que permitían esas conductas. Pablo Ariel Cabás.

En sus orígenes judeocristianos, la palabra skandalon designaba la situación por la cual un pueblo se apartaba de Dios. A partir de los siglos XVI y XVII, la palabra empezó a referirse a la conducta de una persona religiosa que provocaba el descrédito de la religión y que, por lo tanto, era un obstáculo para esa fe.

En nuestros días, los escándalos se asocian a las acciones que ofenden los sentimientos morales de las sociedades y, por ello, son relativos a las normas y a las costumbres de cada país.

Si bien la importancia y el valor que se da a las normas morales varían de un lugar a otro, la pedofilia es uno de esos pocos delitos que generan un rechazo unánime e implican una sanción penal en la mayoría de las sociedades del mundo.

Las tres formas. Ante las primeras denuncias públicas por los abusos sexuales, la Iglesia Católica respondió con la teoría de la "manzana podrida", según la cual las conductas desviadas de sus miembros constituyen sólo pecados individuales. Por consiguiente, se intenta remover a esas manzanas en descomposición para evitar una putrefacción generalizada del cajón.

En una segunda instancia, la Iglesia Católica se disculpó en el medido tono y la discreción pontificia, que resultó insuficiente e insípida para las víctimas. Una condición para que las disculpas sean aceptadas es que las víctimas se sientan emocionalmente resarcidas por el remordimiento del infractor.

En los últimos días, cuando las acusaciones de encubrimiento llegaron hasta Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI, hubo un nuevo cambio discursivo. Del modesto reconocimiento se pasó a la famosa teoría del complot. La estrategia de denunciar una conspiración, no por vieja y conocida, deja de ser efectiva. Suele ser creíble para quienes tengan confianza en la institución, pero difícilmente persuada a aquellos que no crean en argumentos de imposible comprobación.

En la doctrina católica, el arrepentimiento verdadero implica cambiar para no volver a cometer el mismo pecado. En los escándalos ocurre lo mismo, ya que éstos deben ser capaces de provocar cambios institucionales y, de esta manera, dejar constancia del aprendizaje institucional. Los grupos humanos, al igual que los individuos, tienen la capacidad de aprender de sus errores y de encontrar mecanismos que eviten repetirlos. Cuando esto ocurre, es porque el escándalo ha permitido un proceso de restauración moral de la norma. Luego, es más difícil que vuelva a cometerse el mismo delito, ya que la institución es otra y las conductas aceptadas también.

Ninguna de las tres formas de responder al escándalo ha resultado hasta el momento decorosa. El Vaticano ha reconocido públicamente que su "credibilidad moral se ha debilitado".

Valores y escándalos. A esta altura de los hechos, las pruebas publicadas sobre los encubrimientos al máximo nivel se han convertido en infracciones morales más graves que los abusos sexuales. El escándalo puso al descubierto fallas institucionales que permitían esas conductas. Esas infracciones suelen ser incluso más castigadas por la opinión pública que aquéllas que les dieron origen.

La credibilidad y el poder simbólico obtenido a partir de la defensa de determinados valores morales en la esfera pública resultan muy costosos cuando son, justamente, esos valores los que se transgreden.

Cuando la Iglesia Católica convirtió a la sexualidad en su principal cruzada posmoderna, la lupa de la sociedad también se posó sobre las conductas sexuales de sus miembros. Es decir, de aquellos que se abrogan la autoridad para definir las normas morales y sus sanciones.

Los escándalos no son más que la fiebre, el síntoma de la enfermedad. El escándalo revela, descubierto, lo que quería ser ocultado. Lo hace público, lo convierte en objeto de debate e interpela al acusado.

En las sociedades actuales, los escándalos se han convertido en un mecanismo informal de la democracia, por el cual la ciudadanía marca un límite moral a aquellos que tienen el poder de mandar, sean civiles o religiosos. Son un mecanismo de control social.

Sólo una infracción tan repudiable como la pedofilia y una institución tan tempranamente mundial como la Iglesia Católica pudieron generar el primer escándalo global del siglo 21.

Superar esta crisis requerirá no sólo que se asuma la distancia que separa los valores de la sociedad de aquéllos que conserva la institución, sino también generar los cambios institucionales que materialicen ese aprendizaje. Y dar ese debate de cara a la sociedad.

*Politólogo, docente de la UCC y de UES 21, becario del Conicet

Fuente: La Voz