jueves, 17 de abril de 2008

4 modos para que los gobiernos pierdan PODER

El poder o parte de él, cuando menos se lo espera, se puede perder y a menudo de un modo más rápido y acelerado que lo que llevó obtenerlo.
Mario Riorda
Decano Facultad de Ciencia Política y RR.II. UCC. Consultor de gobierno.
Quiero proponer cuatro ejemplos para comprender que, por más poder que se acumule, siempre es posible perder parte de él rápidamente.

Caso Ferenc Gyurcsany. “...Casi me muero cuando durante un año y medio hemos pretendido que estábamos gobernando… . hemos mentido mañana, tarde y noche... la divina providencia, la abundancia de dinero líquido de la economía mundial y cientos de trucos, de los que ustedes no tienen por qué enterarse, nos han permitido sobrevivir. No se puede seguir así… tenemos que decir lo que debemos hacer: algunos impuestos tendrán que ser establecidos”. Este extracto se desprendía de una grabación aparecida en donde el primer ministro húngaro, el socialista Ferenc Gyurcsany, se dirigía a los parlamentarios oficialistas reunidos en un recinto a puerta cerrada admitiendo que su partido no había hecho nada durante los cuatro últimos años por lo que, ahora (2006), el gobierno tenía que tomar medidas impopulares como aumentar los impuestos, por ejemplo. Violentos disturbios se sucedieron durante varias noches con cientos de heridos. La gran mayoría sostenía que debía renunciar. No fue un hecho premeditado ni voluntario, pero hoy, mucho más con las nuevas tecnologías, siempre es posible que pueda suceder.
Enseñanza: sobreestimó los límites de faltar a la verdad. Más tarde que nunca, la verdad –aunque disfrazada de verosimilitud– tiende a ocupar su espacio.

Caso Hugo Chávez. Luego de 9 años de gobierno, el mandatario venezolano, fundador de la República Bolivariana de Venezuela, obtuvo una derrota electoral en el marco de un referendo que él mismo transformó en plebiscito (2007). No fue una derrota catastrófica, pero fue un límite simbólico evidente ya que el electorado, mayoritariamente a su favor en anteriores instancias, le puso límites a su propuesta de Reforma Constitucional. De haber prosperado, hubiera reformado 69 artículos, incluyendo la reelección indefinida.
Ni la derrota fue aplastante ni lo desalojó del poder, sólo que nunca fue imaginada. Es muy grande su displicencia en el manejo de la cosa pública, y más grande aún la brecha entre él y sus seguidores en cada elección anterior que protagonizó. Sin embargo, el resultado fue una derrota parcial y simbólica, puesto que deberá dejar el poder cuando finalice su mandato. La derrota se produjo justo en el período de mayor visibilidad internacional. Miles de personas salieron a festejar a las calles la derrota. Hoy, Venezuela, se subsume en una división política social sin precedentes.
Enseñanza: se sobreestima la potencialidad electoral. Más tarde que nunca, el atractivo electoral se pierde ante lo indefendible, aunque más no sea circunstancialmente.

Caso Cristina Fernández. Con tres meses como presidenta, Cristina Fernández descendió abruptamente en la consideración pública. Vivió la peor manifestación en contra de alguna de las políticas –en 5 años– de gobierno del matrimonio presidencial. El “Cambio comienza ahora” proclamaba su eslogan de campaña. Entre poco y nada se ubica el balance de lo que cambió. No hubo avances de institucionalidad hacia formas republicanas. Lejos está la profundización de su mentada conciliación. El único cambio estelar fue su ministro de Economía, Martín Lousteau, responsable del desplome de la imagen del Gobierno con su propuesta de retenciones agrícolas.
El nivel de rechazo al primer discurso de la Presidenta para justificar la fuerte suba de las retenciones al agro superó el 80 por ciento de la sociedad argentina. No hay innovación en las formas del poder que el Gobierno utiliza. No cabe en el corto plazo imaginar la capitalización de ese descontento en la oposición, y menos en el sector agropecuario que hoy no tiene (y en verdad es difícil imaginar) articulación electoral futura.
Pero es evidente suponer que ese descontento que propició el lock out del sector rural y posibilitado por otros malhumores sociales producto de la inflación, de ciertos estilos de gobierno, de modos de violencia apañados –entre otras cosas– haga mella electoral en el mediano plazo. El Gobierno perdió pues ya se le conocen límites, pero el campo, hoy, no ganó y a su vez se lo cuestionó duramente, como eco de su tremenda capacidad de movilización y bloqueo. Enseñanza: se sobreestima la capacidad de imposición. Más tarde que nunca, si se subestima la necesidad de consenso, los sectores con poder de movilización reaccionan.
Discursos ideológicos divisorios. Mirek Topolánek, primer ministro conservador de la República Checa, sostiene que un discurso encendido expresa un liderazgo fuerte y cierto es que sus excesos verbales fueron eficaces (con insultos de por medio) para acumular poder. Contextos con duros discursos y cruzadas radicales suelen centrarse en acusaciones mutuas de ser parte de bandos derechistas o izquierdistas sin posturas medias. “La espiritualización de las cosas materiales” es un fenómeno que suele producirse cuando en la discusión sobre cosas materiales, una vez agotado el diálogo, se producen guerras culturales devenidas en verdaderas divisiones sociales que llevan a una polarización de difícil retorno. Bolivia es el ejemplo más evidente de nuestra región.
Es legítimo y saludable que un gobierno tenga ideología y que la haga explícita. Pero aun así, yerran los gobiernos que sostienen un discurso encarnizadamente ideológico en cada tema o política pública. La exageración ideológica sin puentes entre los diferentes, la declamación constante de amigos y enemigos ideológicos, puede ser tan efectiva como riesgosa.
Se explica así: aquellos que votan por ideología o por un sentimiento ideológico (los que adhieren a una ideología sin conocer detalladamente muchos de los postulados que ella representa), pueden generar “infidelidad” electoral. ¿Qué significa ello? Que el tema o la política pública puntual, no se corresponda siempre con la preferencia de su ideología. Así, por ejemplo, si el discurso de los derechos humanos es un discurso mucho más utilizado por la izquierda, no implica que no pueda ser muy aceptado por la derecha. O que si el equilibrio fiscal haya sido un concepto más explícito en la derecha, no sea igualmente valorado por electores de izquierda. Dicha infidelidad electoral hace imaginar que no todos los votantes ideologizados están cerrados exclusivamente a apoyar lo que explícitamente su líder ideológico pregona. Si la retórica ideológica es demasiado explícita por cada tema en particular, el consenso –sostenido por la ideología– se va desmembrando gradualmente ante medidas impopulares, aunque éstas tengan fuerte sustento ideológico.
Enseñanza: se sobreestima el uso distorsionado del discurso ideológico como causal de diferenciación. Más tarde que nunca, la división resta más que lo que suma.

Simple conclusión. Error de cálculo, miopía electoral, displicencia para la toma de decisiones, ausencia de concertación, divisiones sociales proclamadas, estilos con cuestionable calidad institucional, no auguran necesariamente tiempos de consenso. El poder o parte de él, cuando menos se lo espera, se puede perder y a menudo de modo más rápido y acelerado que el tiempo que llevó obtenerlo. La enseñanza: no sobreestimar el poder que se tiene por más poderoso que se sea.
© La Voz del Interior

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno el articulo. salio en la voz?